JUAN 18:33-37
El texto del este domingo es el interrogatorio de Pilatos a Jesús.
El diálogo es parte de una obra más compleja: el texto nos presenta apenas unas líneas. Pilato está molesto. Le han puesto por delante una situación que no tiene mucha salida. Por un lado, su instinto de gobernante y su cinismo (históricamente demostrado a través de otros informes extrabíblicos que nos llegan acerca de su gestión) le hace desconfiar de los principales de los judíos. Lo están usando para sacarse de encima a este predicador molesto para ellos, pero que él todavía no percibió como peligroso. Y a ningún político, y menos representante del César, le gusta que lo usen. Pero por otro lado, por qué meterse en un conflicto entre judíos, del que puede salir mal parado. Por qué defender a un don nadie descartable, un campesino norteño sin tropa propia, un hablador de frases enigmáticas que no cuida su propia vida y se atreve a ponerle incógnitas. Casi por curiosidad vuelve a interrogarlo, en un afán de tomar su tiempo para medir la mejor decisión en la circunstancia. –“¿Eres tú el Rey de los judíos?”
La respuesta de Jesús justamente le señala la trampa en que está el propio Pilato. Él, el poderoso representante del César, ¿habla por sí mismo o por boca de otros? ¿Qué sabe él de lo que está en juego en este asunto? Jesús, sin responder a la pregunta, lo pone en evidencia. El autor del cuarto Evangelio busca cargar las tintas sobre las autoridades de Judea. Lo hace por su teología, que reacciona frente a la persecución que sufre su grupo por parte de la sinagoga rabínica (cf. Jn 9:22). ¡Pero qué triste papel se deja a Pilato! ¡El poderoso y astuto gobernador de este mundo impotente para resolver entre sus subordinados de Jerusalén y un pobre predicador aldeano!
La expresión de Jesús, y especialmente si consideramos las palabras que siguen, apuntan en otra dirección, y contienen una no tan velada crítica al poder imperial que representa Pilato.
El poder romano se construyó con legiones de soldados. Así se toma el poder en el mundo dominado por la mentalidad imperial. La verdad la establece el que manda, y si no te gusta, te crucifica. Literalmente. Si alguien quiere ser Rey, que se arme un ejército, que presente combate, que demuestre que su violencia es mayor que la de Roma e imponga sus leyes. Así había llegado a ser Rey Herodes, con el apoyo de las legiones romanas. Así ejercía su poder Pilato, rodeado de soldados enviados por el Emperador Tiberio. ¿Alguien se atreve? ¿Es que hay otra verdad? ¿Es que hay otra ley?
Pero el reinado de Cristo no se construye desde el poder que discrimina y oculta. No es el modo “de este mundo”. Sabe que la verdad es algo más profundo que “un acuerdo entre realidad y palabra”, es la posibilidad de mostrar el propósito vital del Dios que nos ha creado dignos y plenos. Y si el ser humano se ha caído de esa gracia inicial, no se lo restituirá amenazándolo con esquemas militares, sean materiales o espirituales. No se impone con el temor, el terror y las trampas arteras. Se lo conquista con el amor, con la entrega, con el respeto por la dignidad de todos, todas, cada uno, cada una. Ese es el Reino de Cristo.
El Reino de Dios se anuncia, se anticipa, se vive en este mundo, pero de otra manera. Alimentando al que tiene hambre, sosteniendo al débil, brindando sanidad en cuerpo y alma, anunciando la verdad que libera. Así fue como Jesús vivió su realeza, anunció el Reino del Padre. En lugar de esperar que Jesús sea Rey al modo opresivo de los imperios, los cristianos debemos orar para que los que gobiernan aprendan de Jesús qué es ser Rey. Y lo mismo debemos decir de todas las relaciones humanas donde interviene el poder. Y donde se pone en juego la verdad de la vida, que es el don de Dios.